Las enfermedades del silencio: una articulación psicoanalítico-social
por Alejandro Salamonovitz Weinstock

La clínica psicoanalítica actual nos pone ante un enorme reto: transitar del silencio a la palabra. Frase que insiste no sólo a lo largo de nuestros consultorios sino como consigna que acompaña a los alarmantes procesos sociales que estamos viviendo. Las adicciones, las violencias, las depresiones, las enfermedades psicosomáticas y las narcisopatías, males a los que propongo agrupar bajo el nombre de enfermedades del silencio constituyen un problema de dimensiones numéricas tan grande, que no solo son el principal componente en nuestra clínica psicoanalítica, sino que conforman algunos de los problemas más apremiantes en salud pública que enfrenta la humanidad.

El enorme incremento de las enfermedades del silencio hace necesario, en nuestra opinión, incorporar reflexiones socio-políticas al quehacer clínico psicoanalítico. Es decir; no podremos plantear soluciones al sufrimiento anímico sin que éstas impliquen necesariamente la transformación de la realidad. Esa modificación del mundo puede hacerse mediante la acción política o bien a través del arte, entre otras formas de acción creativo-revolucionaria. Es decir, la clínica contemporánea no puede eludir la dimensión de lo colectivo.

Hoy más que en ninguna otra época a más de 100 años de historia del psicoanálisis, la transformación del mundo es pieza fundamental para aliviar el sufrimiento anímico. Hoy en día hay que estar verdaderamente loco para no estar deprimido, paranoico o bien somatizando nuestros padeceres psíquicos. Hay que estar verdaderamente loco para soportar la realidad sin alguna adicción. Y entre las adicciones podemos incluir 1as drogas – tanto químicas como financieras -, el alcohol, el exceso de alimentos, e1 tabaquismo, el cafeinismo, la especulación financiera, el trabajo en exceso, la navegación cibernética, la pareja, la religión o el esoterismo entre otras. Si jugamos con la palabra adicción, como lo han hecho otros colegas, la podemos separar en las raíces «a» y «dicción que significan «sin palabra». Las adicciones podemos pensarlas como esos males de ausencia de palabra, como enfermedades del silencio. El adicto Llena esa boca vacía de palabra con algo material. El adicto confunde la palabra con la cosa en respuesta a un mundo de leyes perversas que se aplican a unos pero no a otros. Cuando los gobernantes, o los padres, dicen una cosa y hacen otra, traicionan al lenguaje y siembran el silencio mortífero que habita al adicto.

Otra de las grandes plagas vinculadas con los tiempos de silencio y que vivimos es la violencia. Entre muchos tipos de violencias hoy queremos comentar algo de la violencia urbana, esa que habita las calles de nuestras ciudades. La violencia urbana nos roba, minuto a minuto, nuestro derecho al espacio público. Creo que ya se han dado cuenta cómo hemos perdido las calles. Las clases altas habitan prisiones de lujo que edifican día a día enrejando las calles; las clases bajas se sumergen cotidianamente en la cárcel de 1 miseria. Los delincuentes, agrupados en mafias que se coluden con las autoridades, se sienten dueños del espacio público y todo lo que por ahí pase. El espacio público, para decirlo en lenguaje neoliberal, ha sido privatizado. Es decir, nos han expropiado una buena parcela de libertad. La violencia es ese pasaje al acto que denuncia el fracaso de 1a palabra. La palabra es, por tanto, 1a primera víctima de la violencia. Ella sucumbe ante la compulsión a la repetición de ese acto criminal que encuentra su nido en la matriz narcisista de todo ser humano. La violencia urbana que nos agobia a todos tiene la cara del terror, nos llena el vientre y la boca de miedo, nos hace callar, nos atiborra de silencio. La violencia es el ocaso de 1a palabra.

El tipo de violencia que hace silencio emana de aquellos seres incapaces de percibir a1 otro. El otro es ese ser que existe más allá de la máscara con que solemos vestir a nuestro prójimo. El otro está desaparecido para el criminal, y si no éste se encarga de desaparecerlo. La violencia neoliberal genera millones de desempleados. El desempleado ha sido llamado por algunos colegas el nuevo desaparecido, y con justa razón. El desempleado ha sido separado del mundo, excluido de la historia por haber perdido uno de los derechos más elementales: el derecho al trabajo.

Antes de dejar el tema de 1a violencia quisiera hablar de una violencia que no es enfermedad, una que emana del silencio para hacer palabra: es la violencia libertaria. Esta violencia busca la transformación del mundo: parte de la esperanza y construye el futuro. Es un acto creativo, que si bien no reniega sus lazos con la matriz narcisista, logra ir más allá del acto y funda la palabra. Ella construye los discursos que aún no hemos escuchado. Esta violencia es revolucionaria por portar la palabra nueva, y su magia es el espacio colectivo. Cuando los sujetos logran ir mas allá de su prisión narcisista y soportan el abismo de las diferencias con el prójimo, encuentran a1 otro y con él al espacio colectivo. Ese es el lugar de la solidaridad, de la palabra, de la historia y del futuro. La disolución del mundo colectivo, a que apunta el capitalismo contemporáneo, es el fin de la historia y la muerte de la palabra.

El silencio de la violencia engendra otro mal: la violencia del silencio.

La violencia del silencio es la puerta de la noche negra, silencio del silencio, «herida abierta» del alma. Esta enfermedad es la melancolía cuyo nombre moderno -y pobre como casi todo lo moderno- es la depresión. Este mal es el de la muerte en vida. El deprimido hace casa con su cuerpo. Ahí habitan los desaparecidos, los asesinados, los muertos sin sepultura. Es decir, el melancólico ofrece su vientre como morada, a las víctimas de la violencia. Estos muertos-vivos aguardarán en su hogar encamado una justa sepultura. Ellos esperan un tiempo en el que sea posible inscribir una historia impunemente borrada por los criminales. Los inquilinos del deprimido son escritura pendiente. El dolor del melancólico es palabra que fue robada a la historia: es la memoria de los vencidos.

La depresión es el mal del silencio por excelencia, «catatonia» del deseo, «anorexia» del otro, autismo». La depresión, conocida como «el mal del siglo», es un flagelo que, por un lado azota a la humanidad, y por el otro denuncia nuestra incivilización. La depresión habita en forma explícita al 10% de la población adulta de occidente. A esta alarmante estadística hay que sumarle las criptodepresiones alojadas bajo un alto porcentaje de las adicciones o detrás de las dolencias orgánicas de origen psíquico. En países como España, el 50% de las consultas al médico general, son por afecciones causadas por una depresión subyacente.

Los narcisópatas, por su parte ponen de manifiesto el paradigma que sostiene a las enfermedades del silencio. Ellos habitan un mundo de espejos en movimiento, que a manera de un caleidoscopio los hace percibir un universo hecho de los pedazos de su propia imagen. Todos somos en alguna medida narcisópatas y sufrimos el silencio de la desaparición del otro. Es decir, ninguno de nosotros está exento de poseer una matriz narcisista como estructura que sostiene nuestra capacidad de hablar. Esta estructura narcisista es la cuna de una tensión criminal brillantemente descrita por Hegel en su dialéctica de «El Amo y el Esclavo». Esa pulsión mortífera pone a quien la padece frente a la disyuntiva del «yo o tú» pero no los dos. La matriz narcisista que alberga nuestras pulsiones criminales es un mundo en el que sólo entran dos, la persona y su imagen proyectada en el prójimo. Este mundo de aparentemente dos, es en realidad solo de uno: el ser y su imagen. El narcisismo es la huella que nos hace confundir el afuera con el adentro. Esta transpenetración entre el mundo de afuera y el de adentro es parecida a lo que ocurre con una cinta de Moebius: de pronto se está de un lado y de pronto del otro. El afuera y el adentro son dos lugares a los que se llega con un solo camino. ¿Será acaso esta contradicción lógica la que nos lleva a esa compulsión mortífera de aniquilar a ese otro-imagen? ¿Soy o no soy el que miro? Matarlo para saber es la respuesta típicamente paranoica en la que podemos reconocer fácilmente los vínculos entre el saber tradicional y la paranoia. Estas articulaciones han sido claramente descritas en la obra de Foucault.

Cuando ese calidoscopio de pedazos de imágenes nuestras encuentra el propio cuerpo y ya no el del prójimo, entonces la violencia del silencio conforma otro de sus males: las enfermedades psicosomáticas. Este pasaje de la palabra al silencio se nutre de la fuerza mortífera que mana de un discurso destruido. Esta extraña alquimia que transforma cultura, discurso y lenguaje en silencio, acto y violencia, es el puente que lleva los dolores del alma al consultorio médico. En este pasaje, el espíritu queda desaparecido y su huella es el órgano enfermo. Este último es morada del muerto-vivo, del desaparecido, es denuncia hecha con el estruendo del silencio. La enfermedad psicosomática es un autoerotismo que resurge con pretensiones colonizadoras, es carne sufriente, llanto de órgano, palabra pulverizada. El número de enfermos de silencio crece minuto a minuto. El mundo neoliberal es la mayor fábrica de sordomudos que ha inventado la estupidez humana. La aplicación a mansalva de las teorías del libre mercado está teniendo efectos psicológicos devastadores en la población mundial. Esas teorías atentan contra el proceso de subjetivación del ser humano. La producción de sujetos es la tarea más importante y más difícil de cualquier civilización. La actual economización de todos los ámbitos de la vida está convirtiendo al ser humano en objeto y ya no en sujeto: en objeto de consumo. La proliferación del secuestro como práctica común de las mafias nacidas al amparo del neoliberalismo son el ejemplo mas terrible de este proceso desubjetivante. El secuestro es la puerta de entrada a la barbarie: es el ocaso de la civilización. La neurosis es una enfermedad de la palabra. Es el sufrimiento que causa decir algo en un lenguaje que otros no entienden. El síntoma neurótico es esa palabra a descifrar. Curar la neurosis es transitar del dolor de no ser escuchado, al goce de compartir con otros la palabra. Esta ha sido la tarea del psicoanálisis clínico desde su fundación por Sigmund Freud. Es en este punto donde podemos insertar a las enfermedades del silencio como contraparte de las enfermedades de la palabra. La neurosis, esa enfermedad de la palabra, puede estar «agarrada de una pata» por alguna enfermedad del silencio. Esto puede convertir a ciertos procesos analíticos en una «montaña de Sísifo». Es decir, un análisis puede convertirse en un callejón sin salida si no incorporamos a nuestra clínica una teoría que dé cuenta de las enfermedades del silencio. En los pacientes con estos males debemos producir una neurosis en consultorio, pero no en el sentido freudiano de neurosis de transferencia -lugar al que habrá que llegar posteriormente-, sino en el sentido de lograr un tránsito del silencio a la palabra. Con este fin tendremos que ser creativos en nuestra práctica clínica. Tendremos que volver a pensar esas relaciones entre lo colectivo y lo individual. Los viejos amoríos entre el freudismo y el marxismo, tan llenos de desavenencias en hombres tan brillantes como Marcuse, Reich o Fromm, deben ser reabiertos. Si bien hemos aprendido con ellos que la fusión de teorías entre estos campos es inviable, hoy a los psicoanalistas nos parece ineludible, incorporar en nuestra reflexión los discursos político-sociales. No hacerlo sería quizás arriesgarse a vivir en el pasado melancólico de una clínica de las neurosis sin neuróticos.

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