ENTRE LA ENFERMEDAD Y EL DESAMOR
por Betzabe Avila López

Betzabe Avila López

Ciudad de México, Julio del 2022

ENTRE LA ENFERMEDAD Y EL DESAMOR

Hay enfermedades que matan, así como amores que “matan”, ¿podríamos pensar en una cierta relación entre ambas experiencias? ¿Podría existir alguna poética en la enfermedad cuando aparece?, esto puede ser un insulto para los que hoy se debaten o sufren en su cuerpo el malestar, de eso que irrumpe en la vida y parece poner cronómetro a la misma, a la existencia, vista metafóricamente como esa forma ensoñada de un baile, donde el paso firme y rítmico al unísono del cuerpo, que sigue la ficción de una certidumbre, de una especie de fantasía carnal consistente, se resquebraja, pues la enfermedad sale al paso de ese baile llamado vida volviendo diferente aquel ritmo, ya que ahora parece estar sometida a un menor tiempo; así pues la existencia se achata con todo aquello que le habita, creando una dimensión de carrera por el aliento, por el palpitar de un corazón que se acerca más a un fin revelado ante los ojos, ahora aterrados, del bailador herido y convocado como el enfermo. En el amor nos preguntamos por qué ha llegado, cuando lo perdemos quizá nos decimos ¿por qué a mí? Cuando la enfermedad aparece nos preguntamos algo de lo mismo. En el primero lo que duele es el corazón de un cariño ilusionado que se perdió, que pulsaba en un ser estremecido ante la mirada de aquel que vibraba con resonancia armónica y dispar. En la enfermedad el cuerpo duele, falla, ha perdido algo de sí, que parece colapsarlo, abriendo heridas a veces sentidas, a veces desconectadas de su ser. Así pues al plantearlo de esta forma, pareciera asomarse dos pérdidas, dos dolores, dos quebrantos y aun así, ¿podría uno buscar semejanza entre ambos?. En ocasiones, uno, se teje en un lenguaje acotado de dimensiones más concretas de la vida práctica y científica, en cambio, el otro parece ser llevado por el camino de los signos del desasosiego interno, por el abismo que habita la profundidad de ese ser desahuciado de amor, por la hemorragia imaginaria del encuentro con la grieta heredada y encarnecida por dicho ser. Entonces, ¿qué se propone ahí?, a veces
se le canta al amor perdido, se le llora como lamento a las horas desiertas, a veces se junta el canto y el lamento para recobrar la esperanza en el tiempo como mejor compañero que sabrá convencernos de que nadie muere de amor. En la enfermedad la medicina dirá que hará con aquel cuerpo doliente, colapsado y alterado. Me pregunto entonces, si se le puede ‘cantar’ a la enfermedad y esperar que ese canto cargado de llanto, de ritmo al tono de la hiel, pero con poética pueda dar lugar a una esperanza, a una ilusión que habrá camino y puente a un tiempo que pueda ser bañado de júbilo hacia algo llamado vida, donde la existencia no se sienta tan chata, tan próxima a la carne, a lo doliente. En otras palabras, el dolor que se vive en ambos es el mismo, pero atraviesa al ser en distintas pieles, en ocasiones alcanza la que está hecha como “vestido” para el mundo, pero en muchas otras, dicho vestido en apariencia reluciente, en su fondo
solo habita piel desgarrada o deshecha. En este punto, es difícil señalar, cuál es la fuente de ese desgarro, sin embargo es inexistente el sujeto que no haya sentido la hostilidad del mundo, siendo así no hay forma de salvarse del dolor, ¿acaso es parte del ser? Tal vez sí. Quizá llorarle a un amor perdido, resta vida, siendo igualmente difícil mantener la misma sin llorar, pero tampoco lo es, llorar toda una vida por lo que no fue, no es o no se es. Hay llantos sin lágrimas, así como pérdidas en el desconsuelo, así como dolores que no tienen escritura, entonces si algo así toca, ¿qué se hace? No hay respuestas, pero seguros estamos de una cosa, la vida sólo es una, de tal suerte que las opciones de llantos eternos y dolores infinitos también son imposibles, por lo tanto todo se reduce a esa verdad. Constriñendo al sujeto a una tarea compleja, pues lo eterno es de fácil elección por lo fascinante de su sensación alucinada. ¿Quién dice, si enfermar hace nacer
el ser finito que haga de la existencia de un sujeto la posibilidad, al fin de vivir la vida sin llanto eterno? ¿Quién dice, si perder un amor, hace al fin crear en el interior la llamarada que alumbra las vías a diferentes amores para un sujeto cegado? ¿Quién dice, que la única forma de lidiar con una enfermedad es padeciendo o si ésta puede llevar a la creación de algo sublime que no sabía el sujeto que le habitaba? Quién dice que amar es sufrir, cuando quizá ese dolor hace recordar que la vida tiene caducidad por lo que hay que volcarse a ella con lo
que venga detrás. Dicen que la vida es un sueño y que al final el cronómetro está en todos, con enfermedad o sin ésta, con pérdidas irreparables o sin estas. Ahora bien, con lo anterior, ¿hacia dónde vamos?, por lo pronto cuando irrumpe la enfermedad, ésta no le pertenece sólo a la medicina, sino por mucho al sujeto, pues éste sabrá como la enfrentará, qué “pieles” le trastoca, qué sentido tiene
para sí mismo, qué escritura crearle, qué historia narrarle y qué título tendrá ese capítulo de su vida. Así como también ocurre con los amores y desamores que tejen la historia del sendero por el que andamos todos, aunque se inscriba diferente para cada quien, entre las sensaciones de abismo y cobijo propio, por sí mismo todo ello contiene esa misteriosa y fascinante cualidad de lo que en ocasiones llamamos nuestra humanidad que no solo le pertenece a la historia de la misma, sino que de igual forma al sujeto atravesado por su doliente y finita
existencia. La gente se rememora así, de formas distintas, hay algunos que se recuerdan con base en sus años, otros se miden por lo que tienen, otros por lo que pierden, para mí, es con la distancia entre la posibilidad de enfermar y la posibilidad del amor, pues cuando esta distancia es cada vez más milimétrica es tiempo de zarandear la vida, nuestro ser, nuestra existencia, para desbalancear a la enfermedad y aumentar la posibilidad de amor, cuestión nada fácil, nunca entendido ni resuelto, sin ser tampoco una historia sin fin, porque un día
pereceremos aunque se libre la enfermedad y exista mucho amor. Siendo así, quedarse en el punto de equilibrio, estático, donde la balanza no se mueve, es darle oportunidad a que el dolor sea germen y desecho de toda experiencia subjetiva de finitud, edificando una escena funcional, mecánica de la vida donde el sujeto no se pertenece, acercándose a lo mortífero, a la enfermedad, donde el amor no prima como amortiguador de la continuidad e ilusión de vivir, de sentirse con otro y en otros. La existencia se ha reducido al desierto de la igualdad, de las certezas y de la normopatía. Dicha forma de existencia es ofrecida vorazmente para todos, como campos genocidas del alma pero producidas magistralmente con belleza inalterable. Me pronuncio totalmente en contra de una existencia así, aunque sea difícil remar en un pequeño barco artesanal en medio de un mar bravo y convulsionado. Donde muchas veces en la intimidad del consultorio, de la práctica analítica, se vivencia similar, en la que se intenta salir a flote, remando junto a un sujeto ahogado de no encontrarse, cansado, desvalido, apabullado de buscar un puerto que parece lejano o invisible. Hoy los sujetos están tan entretenidos buscando dichas certezas que cuando creen encontrarlas, se encargan de reciclarlas, preparándose ‘un buen telón de fondo’ donde se miren relucientes, al decirlas como títeres; atrayendo las masas de jueces sin juicio, que concuerdan en ofrecer su veredicto, al nombrarlos representantes de “lo sano”. Pero ¿acaso eso les da la posibilidad de sentir amor? Es curioso, porque éste, solamente emerge en un telón hecho de incertidumbre y diferencias, pilares de la angustia. Será pues, que dichos sujetos que encuentran su norma u horma, están tan hastiados de sí mismo que la patria del amor ha quedado sin nación, sin percatarse que en realidad son náufragos de dicho sentimiento. Me refiero al que vive sin sentir, que refleja su mirada en lo que los demás quieren ver para beneplácito de los mismos. Ese sujeto ha perdido su brújula para encontrarse a sí mismo en la relación más importante de amor para él, donde su cuerpo noengaña, pues este aparece cuando grita el cansancio del desvelo prolongado ante el desconsuelo sin abrazo del sentir con su carne. Las coordenadas que tejen su cruce han sido removidas, alteradas e incluso despedazadas. El campo del cuerpo parece ser caminado por un vigilante de minas escondidas, que ha perdido su buena suerte para no pisarlas. En ese punto lo imposible se hace posible, la asfixia del cuerpo sin amor es impulsado, arrojado a los laberintos de la enfermedad. Su caída puede ser estrepitosa o en cámara lenta; a veces tan lenta, que el sujeto vive el engaño de respirar sin ahogo aparente. Mientras tanto el amoroso intenta lo posible desde lo imposible, puesto que amar es un acto de riesgo, se arroja con cuerpo en alma, a un juego incalculado, en el trayecto pierde uno que otro sentido, dicen que sobre todo el de la vista, porque anda como un ciego destilando música melodiosa. Ahora ve con el corazón, aclaro no el músculo, donde intenta guiarse por la resonancia de su alma, de su piel, de su aliento, es decir de todo él. Bocanadas de vida respira y su cuerpo, que es su ser, parece emerger entre todos esos telones de plástico tieso. Cuando cierra sus ojos se encuentra y ahí, consigo mismo, en el regocijo intermitente de amor, entiende por qué arriesgó, sin importar lo que pierda, pues lo volvería a intentar. ¡Enhorabuena! hemos ganado un valiente para el mundo. Entre tanto, la gente lo observa, haciéndolo sentir como “el enfermo”, surgiendo ante los ojos impávidos de los normópatas, como un extraño de gustos insólitos de alto calibre, pues dicho sujeto, ajeno, loco y amoroso, se ha lanzado sin ver, sin saber, para sólo andar desde su sentir, ciertamente lo que no observan del mismo, es que mientras tanto va creando la relación más maravillosa y siempre inacabada, con su ser, su cuerpo, sus carencias, es decir con él. Ciertos sujetos están dispuestos a perderlo todo, excepto su enfermedad, en cambio los amorosos se disponen a ganar todo aquello que los haga salir del regazo del dolor que los acecha con la posibilidad de enfermar, y aun así se resfrían, en ocasiones tiemblan, pero se reponen y vuelven a su disposición de amar con más fuerza. El amor no está de moda, pero sí parecen los trastornos, insolentemente me atrevo a decir esto, porque al sujeto de esta época, parece venirle mejor empastillarse que enamorarse, siendo esto último irrealizable sin el encuentro con el otro, donde la enfermedad puede estar aguardando, sigilosamente ante el desencuentro pronunciado del sujeto. En ese estado, el ser desvalido en su ausente hallazgo con el alma del otro o de algo de similar estatus, como cobijo de afecto y ternura, queda vulnerable para ser engañado con amor de plástico, fabricado para colmar vacíos sin fondo, que le presentan una salida fácil a su estado penoso, ubicando seudo amores, pues
están gestados de certezas y ‘grata imagen’. El sujeto afligido, por tanto, cree estar ‘sano’ pues ahora lo observan ‘saturado’, sin aparente vacío, radiante para la foto del universo de miradas sin ojos, pues lo importante es cumplir con la demanda de ‘enseñar’ para cuajar con todos esos desconocidos del pulgar, que se atreven a condenar el gran encanto que se halla en lo disforme, descolocado, limitado y fallido de la existencia. La enorme fisura, como tatuaje de origen, se fuerza a esconderse en las tinieblas, donde nadie la ve, en especial su dueño, que de insistir en su ceguera, será cláusula para una herencia maldita. Hecho esto, el discurso insalubre, confeccionado de supuesta perfección ha ganado terreno en el sujeto, haciendo de éste, como ya se dijo antes, una marioneta que se mueve sin descanso ni espacios, alejándose cada vez más de la memoria sensible de sí mismo, propiciando la pérdida más grande de cualquier ser, su propia historia. Para dicha catástrofe, el cuerpo es volcado a un camino de esclavitud, donde las demandas del ‘llenado’ del vacío no dan tregua. El amor ha perdido su batalla,
desinvistiendo al sujeto para reducirlo al objeto de desamor, de posible consumo y deshecho, siendo el primero, sin percatarse, en aniquilarse sin soga al cuello. Hasta cuándo entenderemos que nuestro único salvavidas es el reencuentro con uno mismo, como principio de vida con oxígeno. Hasta cuándo aceptaremos que no hay encuentro sin relación con el otro, el semejante con sus diferencias, fisuras y fallas como en todos. Hasta cuando la humanidad comprenderá que sin amor estamos perdidos. No hay mejor regalo que lograr ser humildes con nuestro malestar, pues éste grita desde nuestras entrañas la falta de amor. ¿Cómo ser amorosos sin emprender la búsqueda? El que indaga, se ilusiona, tropieza y encuentra algo. El cansado de buscar, queda destinado a enredarse en un enjambre de espinas que ante el mínimo movimiento o roce se lastima. Hoy día, los tiempos del amor parecen caducos, por lo que me pregunto, cómo inscribirse desde el mismo, en medio de esta vorágine de liquidez donde las cosas, los cuerpos, los afectos, la vida, corre tan rápido que nada parece permanecer en un espacio, sin ocasión para ser mirado, escuchado, rodeado, acompañado e inclusive para ser motivo también de alguna ilusión hecha poética. Con todo lo anterior, lo que observo es que, a pesar de todo el panorama, el sujeto sigue llegando a nuestra consulta clínica, presentando de maneras muy diversas y enredadas, esa universal demanda de Amor, develando quizá que lo más inherente a nuestro ser no podrá ser de fácil liquidez. Mientras esa demanda aparezca en el pasar de los tiempos, aún podremos seguir creyendo en esa humanidad con posibilidad de cambio, asimismo, en la existencia de nuestra práctica psicoanalítica, con su esencia en la escucha del sufrimiento y angustia, de
la que a últimos tiempos, nos revela ante nuestros oídos, el hartazgo silencioso de existir sin deseo y sin amor para el sujeto de esta época convulsionada, donde lo siniestro se manifiesta con más insistencia ante los ojos del mismo, capturado en un aparente refugio, muchas veces volcado por vía de las pantallas anestesiantes u otras “drogas” en las que parece condenarse a una vida escindida de su ser e imaginaria corporal, labrando la entrada a toda enfermedad en medio de una vida funcional extinguida del amor y su poesía, apartando la disposición universal a la creación simbólica como regalo a nuestra especie, dado que es función limitante a nuestra propia fuente destructiva.

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