El otricidio: una lectura psicoanalítica
por Alejandro Salamonovitz Weinstock

Usamos la palabra otricidio para nombrar el asesinato del otro, del no-yo. Cuando matamos al otro, evitamos que nuestro mundo se derrumbe, dejamos nuestras ilusiones intactas y nuestro saber incuestionado. Matar al otro es no mirar mas que nuestro rostro, es eregir el confort de la estupidez como valor supremo de la sociedad. Matar al otro es morir de silencio, ahogado en un discurrir de palabras que no hacen otra cosa que repetir mi yo. Matar al otro es la única forma de encumbrar nuestra necedad nombrándola conocimiento.

El encuentro con el otro es ante todo traumático, inesperado, doloroso, es el paradigma de la frustración; ahí donde esperaba a uno llega otro. Encontrar al otro es perder el conocimiento, desmayarse de angustia, es extraviar al mundo para mirar el viento.

El otro choca con nosotros, como segunda escena que resignifica al infans que nos habita. Fuimos infans antes de aprender a hablar. El golpe del otro nos hace mudos, hace lapso, pausa, tiempo de silencio que desvanece nuestra palabra.

El infans es el niño que no habla, ese que tendrá que atravesar su cuerpo despedazado para abrevar del lenguaje. En cada verdadero encuentro con el otro, nuestro cuerpo vuelve a despedazarse; el vértigo de no poder hablar, nos vuelve a llenar de angustia. Hace con nuestros ojos viento y llanto con nuestra voz.

Ante el otro, nuestro infans reaparece como espectro, creando un instante de terrorífico goce, en el que nuestro yo se vuelve glaciar derrumbándose y nuestro saber se desmorona como borrado por migajón.

Ese momento fugaz en el que perdemos el habla, en el que al mundo ya no lo podemos reconocer. Ese momento princeps del sujeto renacido, es una crisis de la existencia, es mirar el abismo frente a nosotros y aterrarse de espanto. Aterrarse, perder la tierra de nuestros zapatos. Es soltar la gravedad durante una corchea de angustia aguda.

Grito desesperado que convoca un nuevo acto psíquico, que pide una palabra al otro.

Grito suplicante que ruega una frase, un háblame, un dime algo, porque si no te mato. ¿Acaso el otro existe? Esa es la pregunta del siglo XXI. Hasta hay quien se atreve a decir que el holocausto no existió. Lo de hoy es no ver, para no sentir angustia ni verdad.

El problema es que solo aquel que escucha puede oír al otro. Solo el que escucha puede sentir la ráfaga de la respiración del otro en el borde de su piel, en el límite de un murmullo, en el susurro de una voz. Solo el que escucha puede hacer caer los póstigos de ese Narciso que a todos nos habita. Como dice Serge Leclaire, “hay que matar cada mañana al niño maravilloso que nos habita”, ese pequeño narciso  que nos inocularon con su mirada nuestros padres.

El que no escucha, el que no mata a ese niño maravilloso y terrorífico a la vez; no encuentra más camino que matar al otro. Ese que no logra burlar la mirada paralizante que lo seduce, no tendrá mas sendero que hacer de su carne asesino y del otro asesinado. Nuestro siglo es una gran máquina de hacer sordera, para no poder ver al otro, para atropellarlo sin darnos cuenta.

El que no escucha engendra un no escuchado, un enfermo de silencio, otro del otro ensordecido.

Sus palabras son silencio. Es un fantasma encarnado que se arrastra por un mundo que no lo ve ni lo escucha. El enfermo de silencio esta sin estar para el otro, es sin ser para el otro, tiene un cuerpo que no le pertenece, que no es para otro. El enfermo de silencio está mas allá del infans. Es aquel que no habla para nadie. El enfermo de silencio se quedó parado frente a un otro ensordecido, un padre desvanecido, desaparecido, que no está muerto pero tampoco vivo, es la función paterna, que no funciona, que está borrada. Propongo llamar al enfermo de silencio: un orfans. El orfans sería una palabra combinada entre infans y orfandad. El huérfano es el niño cuyos padres han muerto. Sin embargo, estrictamente huérfano es el niño separado de sus padres. El enfermo de silencio, el orfans, es el que está separado del habla. El que cuando aprendió a hablar ya nadie lo escuchó. Él habla para nadie. Él es nadie y tiene nada. Es alguien que en la dialéctica entre el ser y tener, ni es ni tiene.

No escuchar es siempre volver a matar al otro, es engendrar al orfans, al otro muerto, es crear un mundo en el que nunca hablaremos mas que con nosotros mismos, con nuestra propia imagen mil veces recreada en el caleidoscopio de nuestro inmortal narcisismo.

Poder escuchar es soportar al otro, es portar palabra, es reaprender a hablar con la boca de otro. Cada vez que un otro camina en mi voz; cuando su tierra y mi tierra se funden con el tronar de una palabra nueva, palabra compartida, mi universo se desploma y aparece el cielo detrás del polvo. El otro existe si mi lengua cambia para balbucear su nombre. El otro tiene muchos nombres y por lo tanto no es el otro, son los otros. Los otros son mujer, son niño, son viejo, son fragilidad de todas las culturas, de todos los saberes, de todos los colectivos. Los otros son capullo hecho de mariposa, son canto y son libertad. Los otros son también nuestros muertos, los guerreros, los ancestros, pero también los versos, los inventos. Los otros son creación que atraviesa nuestro cuerpo, son alma que habla otra lengua en nuestra lengua, la chispa que mueve nuestro cuerpo con otro cuerpo.

Y de tantos otros, ¿quién fue nuestro primer otro, nuestra primera oreja?

¿Quién nos enseñó a escuchar?

Ese primer otro se asoma como siniestro espectro, como un ser íntimamente desconocido que teje los versos que anudan nuestra historia. Ese primer otro, de pronto está fuera de nosotros como una máquina de influir, como horizonte mágico que intriga nuestro pensamiento; y de pronto nos habita como invocando un exorcismo. Ese primer otro nos recorre, nos transita, nos transforma en una cinta de Möebius que confunde el afuera con el adentro, sin dejarnos huella de frontera. Ese primer otro hoy retorna como migrante que nadie ve pero a todos duele. Ese primer otro es lo que Freud inventa con el nombre de inconsciente. Ese es un otro que nos habita afuera, nos atraviesa, que habla cuando lo escuchan, que se asoma y vence su timidez, al cobijo del amor y apartado de la seducción.

Ese otro, nos habita el cuerpo y a la vez lo miramos en nuestro camino. Es un principio de incertidumbre del alma, cuando lo descubro en mi pensamiento se esfuma para aparecer proyectado en mi horizonte. Cuando a Freud le preguntan que a dónde iba, contestó, para explicar que es el inconciente: “pregúntenle a mi caballo”. Ese otro nos conduce por un camino que no está trazado, hacía un destino que aún no existe. Ese primer otro, ha sido asesinado; ese es el otricidio del que quiero hablar. Nuestro tiempo es el del asesinato del inconciente, vivimos la era del otricidio.

El neoliberalismo ha matado al inconsciente. El neoliberalismo es la religión del saber, de la eficiencia y de dinero. En él no hay lugar para el otro. El asesinato del inconsciente es una mas de las terribles catástrofes que ha generado el capitalismo financiero.

Matar al otro es liquidar el escenario del juego, de los sueños. Es hacer de la calle el lugar del crimen. Es convertir lo colectivo en individual privado, haciendo del sujeto un perverso. Somos perversos porque no soportamos la angustia. Porque renegamos del otro que miramos, haciéndolo retornar como órgano enfermo, como cuerpo desconocido. El neoliberalismo ha perversizado a la sociedad, arrojándonos a cada uno de nosotros a sobrevivir renegando.

El sujeto perversizado se piensa autoengendrado, no es hijo, no hay filiación.

El autoengendro es una ilusión, que parte de un Yo escindido, en tanto el engendro tiene que ser efecto de un otro. El Yo escindido es el resurgimiento del Yo Ideal, y pone en el lugar del otro, a nuestra propia imagen en el espejo. Ese otro, en realidad es un falso otro, y por tanto el autoengendro es cabalmente una fabricación y no un engendro.

Hundidos en nuestro narcisismo como escudo frente a un mundo que odiamos, fabricamos un mundo » bonito «, montado sobre nuestra propia imagen.

No es casual que Freud, cuando introduce el narcisismo habla de una perversión narcisista. Esta ilusión mal llamada autoengendro, es en realidad la fabricación de un ser que se coloca fuera de la cadena generacional, es nuestro orfans que ha sido privado de la filiación, de la palabra del padre. El orfans queda convertido en Dios, vestido de omnipotencia, a manera de velar su impotencia. Al quedar fuera de la cadena generacional, fuera del proceso de engendramiento; queda a su vez privado de la creatividad. El que no es engendrado, no engendra, no mana de su voz la palabra poética capaz de transformar el mundo. Su odio al mundo lo separa de la palabra, y de su fuerza transformadora de la realidad.

El orfans imagina, idealiza pero no sublima, no tiene contacto con el inconsciente, porque la renegación ha tomado por asalto a la represión. La angustia es tan grande, que no tenemos tiempo de tener futuro, antes de poder soñar, brincamos al acto.

El orfans, privado de su capacidad de transformar el mundo, se ve condenado a habitar un mundo que odia.

El orfans es producto del neoliberalismo y está a su servicio. Está hecho para no ver y no poder cambiar el mundo. Es la maquiavélica industria, que logra fabricar millones de pobres, que votan por los gobiernos que seguirán empobreciéndolos, que optarán por la violencia aislada que justifique la violencia de Estado sobre su pueblo, que será muestra viviente de la destrucción de los lazos sociales. El orfans, hipnotizado por el resurgimiento de su Yo Ideal, y por el frenesí que le produce librarse de su Superyo, no se relacionará con nadie más que con su propia imagen.

El orfans es la más acabada pieza de la tecnología neoliberal, que requiere ser alimentada por drogas, enfermedades, por psicofármacos, por violencia, por melancolizaciones y manías. La maquinaria que nos ha convertido en una sociedad perversizada, no es un error, es un negocio millonario, que continúa su carrera imparable hacía la brutal concentración de la riqueza en el menor número de manos posibles.

Los orfans deambulamos por el mundo en una soledad que no nos deja estar solos. Siempre acompañados por nuestro doble que evita que escuchemos al otro. Nuestro doble es como un planeta que eclipsa al sol que nos habita. Nuestro doble es espejismo, es nuestra cara en la luna de un ropero, es amuleto que mata la angustia, al precio de trocar el mundo por una proyección, por una construcción hecha de ilusiones.

El otricidio es un daño colateral en un proyecto de crimen masivo. Un genocidio diseñado en los hospitales psiquiátricos de la eutanasia nazi, y perfeccionado en Auschwitz, y que hoy en día ha sido trasladado a mecanismos mas sutiles, pero también mas letales, y que han hecho del planeta un gigantesco campo de concentración en el que sigue operando la práctica de matar de hambre y enfermedad, pero ahora mediante los mecanismos de acumulación de capital, sobre todo en los circuitos financieros.

El otricidio es un crimen perpetrado en lo más íntimo de cada uno de nosotros, y del que a todos nos hacen cómplices al atiborrarnos de sordera y de silencio.

El otricidio es barbarie que hace de nuestros fantasmas inconcientes una realidad objetiva criminal. Que hace del sueño asesinato y del mundo onírico, vigilia catastrófica.

Desde luego que el antídoto contra la barbarie, sigue siendo el socialismo, tal como lo dijo Marx en el siglo XIX. Pero el socialismo entendido como lazo social, como capacidad de ver el mundo sin renegar de la realidad material, como enaltecimiento de lo colectivo, de lo grupal, de la solidaridad y de la cooperación, por encima de la competencia.

Todos hemos sido complacientes con el consumismo de los objetos y la depredación de los sujetos. Todos por sobrevivir, es que cada vez vivimos menos, aunque vivamos muchos años.

El otricidio es un crimen de lesa humanidad que ha hecho de la mutilación del sujeto, la moneda corriente de nuestro tiempo.

Todos, en alguna medida, hemos dejado de soñar, de jugar, de hacer poesía, de sostener a nuestros pintores, escultores, poetas, inventores, soñadores y locos.

¿Es posible propiciar el renacimiento del otro asesinado?

¿Es posible guardar el tesoro del inconciente en tanto llega la revolución largamente aletargada?

¿Cómo detener el otricidio, que también podemos llamar oti-cidio, en tanto la palabra logra transformarse en acción política?

¿Cómo liberar al pensamiento secuestrado en una humanidad despojada de su creatividad y su poética?

Desde luego que psicoanalizarse ayuda a algunos, otros intentarán bordear algún arte como la escritura. Esa escritura que va mas allá de lo que el yo ha pensado.

Serge André, autor de la novela Flac, psicoanalista psicoanalizado, fue postrado por un cáncer, y después de recorrer los suplicios de la medicina moderna, es desahuciado por los médicos. Ante ello, Serge decide usar sus últimos días en escribir la novela que siempre lo habitó como asignatura pendiente. Al final de su novela y para su sorpresa, en vez de encontrar la muerte, su cáncer desapareció.

Serge fue testigo, en su carne, de una metamorfosis que trueca el cáncer que se alimenta de su otro asesinado, por su inconciente renacido.

Serge André, enfermo de silencio, le roba una palabra a la muerte, e inventa una alquimia que hace de su capullo embalsamado, mariposa, y de su catástrofe de vigilia, un mundo onírico.

Escribir es un fusil cargado de futuro.

Es tomar las plumas para volar sobre los teclados.

Es mirar con el viento.

Es llorar con la mano.

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