¿Es normal?
por Carlos Fernández Gaos

Ya hace muchos años había dicho Canguilhem: “Cuando se sabe que norma es la traducción latina de “escuadra” y que normalis significa “perpendicular”, se sabe casi todo lo que hay que saber acerca del dominio del que surge el sentido de los términos “norma” y “normal”, trasladados luego a una gran variedad de otros dominios. Una norma, una regla, es aquello que sirve para hacer justicia, instruir, enderezar. “Normar”, “normalizar”, significa imponer una exigencia a una existencia, a un dato, cuya variedad y disparidad se ofrecen, con respecto a la exigencia, más aún como algo indeterminado y hostil que simplemente como algo extraño”. La pertinencia de esta cita es en un doble sentido, porque se trata de un médico que pone en cuestión la distinción entre lo normal y lo patológico en su ámbito, entiéndase “salud” y “enfermedad”, y porque su enunciado abarca también al ámbito del Derecho y su ética, toda vez que estas nociones no están excluidas de las normas ni de la normatividad. “La enfermedad no tiene realidad y valor de enfermedad más que en una cultura que la reconoce como tal”, decía por su parte Foucault hablando de la enfermedad mental, y por ende, de la salud mental, aunque con fuertes resonancias para el caso de la salud orgánica. El derecho a la salud, entonces, sea esta mental, cualquier cosa que esto quiera decir, u orgánica, es derecho a estar inscrito en un conjunto de normas culturales que otorgan derechos, en tanto reconoce la realidad de la enfermedad, y no necesariamente en una normatividad que restringe libertades. Sin embargo, el meollo del tema está en los criterios que se adoptan para reconocerla, lo que revela que se trata entonces de un discurso que construye a una enfermedad como realidad. Tómese como ejemplo el siguiente: Una madre acude con el psicólogo escolar porque está preocupada de que su hijo no pone suficiente atención cuando hace la tarea y se distrae con cualquier cosa y se pone a jugar, a lo que el psicólogo responde que “seguramente es que el niño padece DAPH”, y “qué es eso” pregunta la madre, “Déficit de Atención por Hiperactividad”, responde el psicólogo. La madre sale tranquilizada, pero mientras decide cuándo verá al especialista que le fue recomendado, va cayendo paulatinamente en cuenta que el psicólogo no le dijo nada que ella no supiera, aunque se lo dijera en términos crípticamente elegantes, no obstante se siente más tranquila y no sabe porqué. Queda claro que la puesta en siglas de lo que la madre dijo, no tiene efectos ansiolíticos, si así fuera nos bastaría con hablar en siglas. El verdadero efecto reside en saberse inscrito en algo que está tipificado por el saber de los expertos. Tomemos buena nota de este ejemplo. Lo que antes era un niño al que, como todos los niños, le interesa más el juego que las tareas, ahora, gracias a los avances científicos, es un caso de DAPH que es tratable con algunos medicamentos. El diagnóstico excluye de lo normal que, en este caso sería un niño adultamente responsable y por tanto trabajador y cumplidor, en suma que no se parece a los niños, aunque para fortuna de éste en particular, son raros los niños juguetones que no tienen ese diagnóstico. El diagnóstico se vive como estigma, convierte a su destinatario en un enfermo, en un caso atípico, raro. Foucault denunciaba: ¿”No es porque la enfermedad mental se desliga de esta comunidad humana sin la cual no sería un hombre, porque hace de él un extranjero, por lo que la enfermedad parece destruir en un desastre las estructuras más sólidas de la personalidad?” Etimológicamente, del latín pati, sufrir, soportar, deriva “padecer” y “paciente”, pati-entis, ‘el que soporta males’, también “impaciente”, que con el prefijo in como negación sería ‘el que no padece, el que no sufre’. De la misma raíz latina y del griego pathos deriva ‘pasión’, passio, -onis. Así, el término patología se refiere al estudio o tratado del sufrimiento, pero también al de la pasión. Uno de los rasgos de la pasión es la impaciencia. El pasional es un impaciente, un no paciente. Paciente es el que sufre y el que hace de su sufrimiento pasión. Sufrimiento que ofrece al escrutinio del saber sobre la pasión, como si hubiera un tal saber, como si la pasión, el deseo, fuera del orden del saber. Decía Piera Aulagnier que “todo deseo de saber es deseo de saber sobre el deseo”, pero no hay saber sobre el deseo, y de eso la ciencia no quiere saber y, por supuesto, el paciente tampoco. Hay enfermedades socialmente aceptadas, quizás porque son expresión de pasiones comunes, pero hay otras que son signo de debilidad, o de locura, y por eso son motivo de vergüenza. A este rubro pertenecen las así llamadas enfermedades mentales, junto a las venéreas y al sida, entre muchas otras menos escandalosas. Son signo de locura, si, pero no de la compartida, no de la que se exhibe, sino de la íntima, de la pasión personal, de esa que cae fuera de la norma, de la previsión, de la que la razón institucionalizada no puede domesticar.<De algún modo Freud mismo se rebela en contra de los intentos de fijar las fronteras entre lo normal y lo patológico. El ambiente científico de la época, que Freud asumía de buen grado, rechazaba cualquier conclusión con respecto a los procesos de las personas “normales” que hubiera sido obtenido por vía del estudio de las personas calificadas de anormales. El supuesto implícito era que uno y otro eran sustancialmente distintos, tal cual dictaba la lógica de pensamiento que arrastraba concepciones de la época clásica en la que la enfermedad conllevaba la acción de algún agente mórbido, sino es que de una cabal posesión demoníaca. El sujeto tenía que poseer algo que en la gente normal no debería aparecer, a efecto de dar cuenta de las causas de las desviaciones encontradas. No obstante, Freud se dio a la tarea de cuestionar esa forma de pensar, mostrando que la diferencia no es en los modos de funcionamiento psíquico, sino que, en dado caso, tendrían que localizarse en otra parte.>“Aquí el mayor peso probatorio es proporcionado por los fenómenos normales. No se puede reprochar al psicoanálisis que haya transferido al estado normal unas intelecciones obtenidas en el material patológico. Aporta sus pruebas en uno y otro campo de manera independiente, y de este modo muestra que los procesos normales y los llamados patológicos obedecen a las mismas reglas”.<Para Freud, lo que distingue a la normalidad de la patología tiene que ver con sanciones sociales que consideran desmedidas las intensidades de las pulsiones y las defensas. No hay duda de que bajo estas consideraciones, no tiene cabida ninguna otra distinción, pues las modalidades de funcionamiento del aparato psíquico son las mismas en cualquier caso, como de manera contundente y elocuente lo deja ver el hecho de haber escrito La psicopatología de la vida cotidiana y como lo muestra la siguiente declaración de Freud referida a una de las llamadas desviaciones que más escándalo provocaban en esa sociedad y que, en sentido estricto, es aplicable a cualquier otro caso.>“La investigación psicoanalítica se opone terminantemente a la tentativa de separar a los homosexuales como una especie particular de seres humanos. En la medida en que estudia otras excitaciones sexuales además de las que se dan a conocer de manera manifiesta, sabe que todos los hombres son capaces de elegir un objeto de su mismo sexo, y aún lo han consumado en el inconsciente”.Suele decirse que no es saludable perder la razón. El que la pierde es insano. Perder la razón es sinónimo de enloquecer, pero propongo un enunciado distinto: “No es loco el que pierde la razón, sino el que crre que la tiene toda”.El porqué de este enunciado es porque el recurso a la razón, es un modo de combate contra la angustia, al punto tal, que llega a ser un verdadero refugio, una trinchera. La razón permite dar sentido a lo sentido. Inscribe la vivencia de angustia en el entramado de una racionalidad en el que cada molécula del episodio angustiante, tiene un lugar y tiene relaciones diversas con otras vivencias. Esto es, construye lo experimentado como acontecimiento o episodio tratable con los recursos de una lógica compartida. El angustiado ya no está sólo, aunque reserva en su soledad la cuota de angustia que sólo él vivió. La razón compartida le permite inscribirse en un entramado social que contiene su locura, pero no la conjura; no logra construir más que una soledad gregaria que, en el mejor de los casos, difiere y desvía la descarga de la angustia hacia otras ocasiones y otros escenarios. La razón oficial y su lógica, elevadas a la categoría de directriz, de norma, no regulan el monto de angustia, tan sólo lo contienen. Además, la norma, en tanto tiene como destinatario a todo aquel que encaja en sus coordenadas, hace abstracción de la singularidad, de la subjetividad, del significado personal. Queda claro que son creaciones socialmente útiles, aunque íntimamente insuficientes, pues esta dimensión social no alcanza a considerar lo que transcurre por detrás de lo aceptable y lo esperable, de lo moral, de lo eficaz, de lo funcional. Y es esta otra dimensión la que terminará por reivindicarse, ya sea en forma de locura, o, de enfermedad. Rendir lo subjetivo en favor de lo racional, es abrir las puertas a una eventual reivindicación socialmente calificada de aberrante. Nuevamente Foucault: “La conciencia que el enfermo tiene de su enfermedad es rigurosamente original. Sin lugar a dudas, nada es más falso que el mito de la locura como enfermedad que se ignora [ ] El médico no está de lado de la salud que detenta todo saber sobre la enfermedad; y el enfermo no está del lado de la enfermedad que ignora todo sobre sí misma, hasta su propia existencia”. Entre médico y enfermo hay una diferencia de perspectiva, pero la desventaja del segundo es que el médico no le concede la distancia necesaria que le permita captar su enfermedad como un proceso objetivo, tal y como el médico supone que lo hace. Dicho en otros términos, para el médico, de la medicina oficial, la conciencia que el enfermo tiene de su enfermedad es también una expresión de su propia enfermedad. Ahí la razón de que el discurso mismo de la salud no escapa a la tendencia normativa que se deriva de la razón que lo fundamenta y, para el caso de la así llamada, “salud mental”, aplica el mismo modelo racional que para la salud del cuerpo. Como si se tratara de un mismo problema, como si la historia personal y subjetiva fuera reductible a las mismas coordenadas orgánicas en las que no intervinieran más que agentes patógenos y ambientes proclives o favorables. Así pues, parece necesario reivindicar un derecho a la propia locura, a la sin razón oficial, a la expresión personal. Por supuesto en la medida en que no invada las locuras de otros, que no se pretenda como la locura paradigmática, que no se proponga como la mejor, que no intente convertirse en norma. Que no sea la locura que tiene toda la razón. “La revolución burguesa ha definido la humanidad del hombre por una libertad teórica y una igualdad abstracta. Y el enfermo mental se erige en sujeto de escándalo: es la demostración de que el hombre concreto no es enteramente definido por el sistema de derechos abstractos que le son reconocidos teóricamente, puesto que ese sistema no da cabida a esta eventualidad humana que es la enfermedad, y que para los enfermos mentales la libertad es vana y la igualdad no tiene significado.” La libertad de valerse por sí mismo y hacerse cargo en términos propios de las responsabilidades inherentes a su existencia en sociedad, no parece formar parte de los valores y moral de la noción oficial de la salud. Para el discurso de la salud, ésta es nada más que asunción de las responsabilidades que están previstas con criterios de funcionalidad y eficacia que recorren la cultura toda. Paradójicamente, para un sujeto particular, el des-apego a esa cultura constituye su genuina libertad. ¿No es, acaso, criterio para decidir la reinserción social de un individuo el que, no obstante su diagnóstico, se le considere estable y funcional? ¿Qué derechos puede tener una persona que, por un diagnóstico formulado desde una lógica normativa, queda señalado como anormal, diferente, extranjero, sino el que benévolamente se le ofrezca la posibilidad de reincorporarse a la cultura que lo señaló? “Bubner nos advierte, -dice Habermas,- que eso de la razón no puede ser asunto de . Lo que así se expresa es el temor de que una ética formalista no pueda por menos de pasar por alto el valor específico de las formas culturales de vida y de los modos de vida individual a favor de abstracciones morales, de que no preste atención alguna a la autonomía de la práctica cotidiana”. La razón que adviene ética de la cultura, no puede más que ser normativa. Y adviene ética, no en virtud del poder intrínseco de la razón, sino en virtud del poder que le atribuye ese valor intrínseco. El derecho se propone como compensación de las debilidades de una moral autónoma, pero esa compensación inevitablemente transcurre por la vía de la des-autonomización puesto que, toda vez que las normas del derecho se fundan en un proyecto de humano y no sólo en un diagnóstico de su condición actual, conlleva una ética que obtura el criterio de imparcialidad al que idealmente se debe. Así, si los procedimientos institucionalizados se fundan y se activan a partir de un diagnóstico con una fuerte carga normativa, como es el caso de la “Enfermedad Mental”, por las razones ya expuestas, tan sólo desplaza su dependencia, de un discurso a otro, pero ambos sostenidos por la misma lógica normativa y moral, y se cierra a la posibilidad de la imparcialidad al no incorporar otras posibilidades éticas.

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